Desde lo alto de la torre miraba el reflejo de la luna sobre la oscuridad del mar, la negrura de la noche llenaba con silencio cada centímetro y su cabeza todavía confundida se perdía en la lejanía y los brillos que cada movimiento del agua le mostraban.
Ya no recordaba su verdadero nombre, lo dejó ir sin resistirse porque ahora tenía miedo. No era la misma y todo se le marchitaba. No era joven, pero su largo cabello blanco y su esbelta y alta figura demostraban todo lo contrario. Mostraban a una princesa de apenas veinte años aunque sus ojos siempre lo negaran. La sabiduría poco o nada puede ocultarse.
Nunca se había enamorado realmente y la soledad como siempre, su mejor compañera y la luna, su única y verdadera amiga.
El ruido de las olas golpeando en las enormes rocas de la costa apagan sin remordimiento la prudencia del cielo azul oscuro y ella regresaba la vista a lo que sus ojos veían. Los años avanzaron sin anunciar nunca que el tiempo tenía consecuencia y su repentina mortalidad traía consigo a los siglos espirituales que ya habían transcurrido. El universo reveló a ella algunos de sus más grandes secretos pero uno a uno se disfrazaban de perplejidad y confusión.
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