La mañana me miraba triste con un sol oculto entre nubes que anunciaban la prontitud de la lluvia. Los relieves del piso de la solitaria y callada estación del tren me mostraban paisajes imaginarios, que presentaban en mi cabeza los verdes campos Suizos. Los recuerdos de una tarde de verano en aquella casita azul y techo blanco regresaban a mi paladar el sabor de las frutillas que nacían en tremendas cantidades en los arbustos cercanos a la vena de río que pasaba por ahí. Todo era tan lejano, ahora no estaba más en aquél lugar. Esperaba el tren el que me llevaba de vuelta a otro sitio.
Las vías sin fin, viejas, oxidadas y marchitas como mi propio espíritu desvanecido en la multitud de partículas que rondan eternamente, mencionaban que aún estaba aquí, existía.
Pero mi camino ya no era claro y nada podría despertarme si yo regresaba. Tomé un cigarrillo maltratado que saqué de uno de los bolsillos de mi vieja chamarra. Tragué el humo y me levanté del asiento.
Caminé lento dejando atrás, en ese asiento de aquella estación, la única y pequeña maleta que contenía apenas ropa, el boleto y el tren que silbaba, chillando que en cinco segundos quedaba estático.
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